No se le acaba la tinta al
escritor; se agota la sangre en sus venas y el pulso se vuelve lento; no es que su escritorio se
mueva al ritmo de un terremoto; es que le tiembla el pulso, el alma, el corazón
cuyos racimos de esperanzas no dieron el fruto que esperaba sino que brotaron granadas de despecho, de dolor, de
tristeza y de desconsuelo.
No finge la mirada del
poeta, son sus sentimientos que le mienten para encontrar zozobra en un mar de
desdichas y penas; tampoco se considera único: sabe y conoce que es uno más de
toda la humanidad que padece el desatino lógico de la relación de la causalidad
de Cándido y por lo pronto encuentra aliento en el creador que tampoco entiende.
No existe metas únicas y
finales, no existe paz y tranquilidad relativa, son cadenas y cadenas de
eslabones donde el trapecista de la vida debe sortear los obstáculos cada vez más
altos y peligrosos para llegar al final
que no ve, que no observa, y, sin embargo; sigue avanzando consiente que el
público lo aclama y que no puede fallar. El trapecista se cansa prosigue y en
su esfuerzo infinito se entristece por su lucha inerte; pero sabe que caer no
es la solución para resolver su problema,
porque es sabido que lo espera una red que lo sostendrá y protegerá y, entonces,
deberá empezar desde cero. Esta
condenado si, se siente a veces condenado; otras feliz aclamado; otras
condenado- ese es el dilema.
Es
como Sísifo inmortalizado por Camus, quien había sido condenado por los dioses a realizar
una actividad absurda:
¿Por
qué fue condenado a
empujar incesantemente una roca
hasta la cumbre de una montaña? Cuando estaba a punto de morir, quiso poner
a prueba el amor de su mujer, ordenándole que no enterrara su cuerpo sino que
lo abandonara. Sísifo murió y ella obedeció la orden tan contraria al amor
humano; ya en el Hades o infiernos, obtuvo el permiso de Plutón para volver a
la tierra, momentáneamente, para castigar a su mujer. Pero de nuevo en el mundo
de los vivos, el astuto Sísifo se vanagloriaba del éxito de su estratagema,
manifestando a todo el mundo que no tenía intención de volver a los infiernos.
Así, "durante muchos años más vivió ante la curva del golfo, la mar
brillante y las sonrisas de la tierra". Pero, cumpliendo un decreto de los
dioses, Mercurio lo cogió por el cuello y lo devolvió a la fuerza a los
infiernos, donde ya había preparada su
roca.
Los dioses habían condenado a Sísifo a empujar
sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra
volvería a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que
no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. [...]
|
Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en
eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre
absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el
universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil pequeñas voces
maravillosas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos,
invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el
premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche.
El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un
destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que
uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus
días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como
Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos
desvinculados que se convierten en su destino, creado por el, unido bajo la
mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del
origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que
sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue
rodando.
|
Sísifo
al pie de la montaña siempre vuelve a encontrar su carga. Sísifo enseña la
fidelidad superior; pero al mismo tiempo niega a los dioses y levanta las
rocas. Él también podría juzgar que todo está bien o mal, sin embargo, este
universo por siempre no le parece estéril ni fútil. Tal vez y solo tal vez cada
uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de
oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas
basta para llenar un corazón de hombre.
Cuesta
mucho imaginar a Sísifo feliz.
La toma de conciencia de la propia condición, el no optar por el camino fácil
de la sumisión es lo que puede
llenar el corazón de un ser humano en triste y frustrado.
¡Ser, o no ser, es la cuestión! -¿Qué debe
más dignamente optar el alma noble
entre sufrir de la fortuna impía
el porfiador rigor, o rebelarse
contra un mar de desdichas, y afrontándolo
desaparecer con ellas?
Morir, dormir, no despertar más nunca,
poder decir todo acabó; en un sueño
sepultar para siempre los dolores
del corazón, los mil y mil quebrantos
que heredó nuestra carne, ¡quién no ansiara
concluir así!
¡Morir... quedar dormidos...
Dormir... tal vez soñar! -¡Ay! allí hay algo
que detiene al mejor. Cuando del mundo
no percibamos ni un rumor, ¡qué sueños
vendrán en ese sueño de la muerte!
Eso es, eso es lo que hace el infortunio
planta de larga vida. ¿Quién querría
sufrir del tiempo el implacable azote,
del fuerte la injusticia, del soberbio
el áspero desdén, las amarguras
del amor despreciado, las demoras
de la ley, del empleado la insolencia,
la hostilidad que los mezquinos juran
al mérito pacífico, pudiendo
de tanto mal librarse él mismo, alzando
una punta de acero? ¿quién querría
seguir cargando en la cansada vida
su fardo abrumador?...
Pero enseguida el mismo se responde:
“Pero hay espanto
¡allá del otro lado de la tumba!
La muerte, aquel país que todavía
está por descubrirse,
país de cuya lóbrega frontera
ningún viajero regresó, perturba
la voluntad, y a todos nos decide
a soportar los males que sabemos
más bien que ir a buscar lo que ignoramos.
Así, ¡oh conciencia!, de nosotros todos
haces unos cobardes, y la ardiente
resolución original decae
al pálido mirar del pensamiento.
Así también enérgicas empresas,
de trascendencia inmensa, a esa mirada
torcieron rumbo, y sin acción murieron”.
La muerte, aquel país que todavía
está por descubrirse,
país de cuya lóbrega frontera
ningún viajero regresó, perturba
la voluntad, y a todos nos decide
a soportar los males que sabemos
más bien que ir a buscar lo que ignoramos.
Así, ¡oh conciencia!, de nosotros todos
haces unos cobardes, y la ardiente
resolución original decae
al pálido mirar del pensamiento.
Así también enérgicas empresas,
de trascendencia inmensa, a esa mirada
torcieron rumbo, y sin acción murieron”.
Al final se
supera la confusión por instintos naturales que imponen una vejez en la que
como paradoja reluce la sensibilidad extrema, es todo una injusticia; pero al
fin una injusticia honesta, porque al nacer nadie prometió la felicidad pura;
por el contrario, aquel que merece el respeto y adoración resumió: “Toma tu
cruz y sígueme”.
Cada día trae
su afán, su sufrimiento; siempre se debe estar vigilante porque en esta vida no
existe enemigo pequeño y entre más vacío interior tenemos el enemigo gatito se convierte
en un feroz león.